miércoles, 26 de febrero de 2014

ODISEA

  Encontré a mi alma por sorpresa en la cima de las nieves perpetuas de la montaña que comenzaba, con gran letargo, a amanecer. Aquel helador insomnio parecía, a primera vista, estar a siglos del suelo, mas poco a poco se disipó la niebla que me cegaba y allí estaba: a una hora de bajada escarpada, sembrado el inexistente camino por galgas afiladas como si Zeus las hubiese pulido a mano, fluía, incesante, el río rumoroso y cristalino, asalvajado. Seguía su huida la bruma y cruzose por mis ojos un corzo de pelaje aún moteado. Dulce y joven, desde la orilla observaba el agua con desesperación y rabia por su pata quebrada; culpable fue el cepo que de ella colgaba, o eso dedujo mi pena. ¡Pobre, que lo vi entonces persiguiendo el río y aún no lo encuentra! Ansiaba la libertad que el deshielo le otorgó al agua y que al cervatillo negó la primavera.
  La escena me obligó a apartar la mirada, que ya sufría más por mí que por él, y al tornar descubrí, prolongándose desde el final de la suave ladera de hierva, un vasto prado reinado por jaras, lavandas y amapolas que compartían el mandato sobre las blancas alevillas que vibraban sobre el rocío. Descendí al son de los jilgueros, deslicé mi cuerpo por el verde de natura. Pero me envenenó, de pronto, el ardor de la verdad: nada de mullidos helechos ni perfectas scabiosas, todo eran traicioneras ortigas.
  Parecía no encontrar su fin aquel dolor, que era más por la decepción que me supuso el Edén que por el urticante ataque a mi piel desamparada, cuando de repente apareció, como en mitad de un sueño, el mar. Sin playa ni cal que lo precediera, el mar súbito e inesperado, eternamente en calma, inexorable, extenso hasta el infinito, el mar.
Ansiada paz, ansiado refugio. Desterrado quedó mi caos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario